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Así se cazan (y fotografían) las auroras boreales



Campamento de Fletanes. Qaleraliq, ocho de la tarde. Tres lenguas glaciares nos rodean en este extraordinario rincón de Groenlandia, y comienzan también a hacerlo las estrellas. A lo lejos se escucha el sonido de los seracs (grandes bloques de hielo de formas irregulares) que caen al fiordo. Casi parecen truenos.La agitación crece a medida que oscurece: quienes no la han visto nunca, se preguntan cómo es ver una aurora. Quieren saber qué se siente, si se percibe la electricidad en el aire o se escucha algún sonido. No saben que, hasta que Aurora no te dedica un baile, hasta que no ves su fuego verde serpenteando el cielo, es imposible imaginar cómo es esa sensación que dura unos segundos: la de haber estado en otra Tierra y haber visto otro cielo, presenciado algo sobrenatural. Y haber formado parte del espectáculo. Esa impresión que deja con la boca abierta, sintiéndote el ser más afortunado de la tierra e increíblemente pequeño a la vez, es el efecto northern light. Y este es el momento perfecto para viajar al norte y dejarse envolver por él.

La respuesta la tiene Jorge Gorosarri, guía de Tierras Polares: «El período de observación comprende de mediados de septiembre a finales de marzo, aunque en las latitudes más bajas, como Islandia, el sur de las Islas Lofoten y el sur de Groenlandia, se pueden ver desde finales de agosto». En este último, el verano regala rutas de senderismo espectaculares, tanto en Qaleraliq como en las tierras que rodean Qassiarsuk, un asentamiento que data de la era vikinga.

«Sin embargo -continúa Jorge- para viajar a las regiones más septentrionales, como Cabo Norte o Svalbaard, hay que esperar un poco más a que vuelva la oscuridad total, ya que en los meses estivales siempre hay algo de claridad en la noche». Porque, contraria a la creencia de que las auroras llegan de la mano del invierno y el frío, la realidad es que solo se necesita un cielo nocturno y actividad solar para verlas danzar.

¿Porque, de dónde vienen las auroras? Del sol.

Su baile de luces es el resultado de la colisión del viento solar con el campo magnético de la Tierra. En este choque, las líneas de campo y los polos magnéticos absorben gran parte de esta energía, para tiempo después lanzarla hacia la atmósfera en forma de anillo, en forma de auroras. El característico brillo que vemos es la forma que adopta la energía solar al interactuar con la atmósfera.

Los colores de su vestido dependen de los átomos con los que reaccionan las partículas solares, la altura a la que lo hacen y el nivel de energía que alcanzan. El oxígeno causa el verde-amarillo que percibimos cuando la aurora nace a poca altura sobre nosotros, unos 100 kilómetros, y el rojo-granate, que se da cuando la reacción se produce a mayor altitud (200 a 400 kilómetros).

Por otro lado, el nitrógeno es el responsable de la coloración rosa-púrpura (a menos de 100 kilómetros) y de las luces azuladas (altitud entre los 100 y los 200 kilómetros).Imagínese cómo es. Venga a Groenlandia por unos segundos: somos seis personas y hemos bajado a la playa, alejándonos de la luz del campamento.

La noche está oscura y hace frío, aquí reina el silencio. De pronto, desde el norte, ella hace su aparición: comienza con un resplandor intenso, casi blanco, y avanza bailando hacia nosotros de forma similar a como lo haría un hechizo ancestral, ondeando misteriosamente en el aire. Parece un fenómeno mágico, una criatura viva. Se mueve deprisa, pasa sobre nosotros y se deshace, tiñendo el cielo con una bruma suave sembrada de estrellas. Es entonces cuando uno recuerda las leyendas: algunas hablan de zorros árticos que juegan con la nieve, otras cuentan que las auroras son almas que abandonan este mundo, rumbo a las regiones celestiales; incluso otras las atribuyen a las valkirias, cuyas armaduras relucen al surcar el cielo en sus corceles alados.




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